domingo, 7 de octubre de 2018

LA ABUELA, LA NIÑA Y LA SEMANA SANTA.


Esta historia ocurrió hace muchos, muchos años, cuando en Sevilla aún existía el viejo tranvía, los hombres usaban sombrero, y los niños se divertían en la calle con juegos como el aro, la lima y al cielo voy. Su protagonista podría ser cualquiera de esos abuelos que hoy narran cuentos a sus nietos sentándolos en sus rodillas (...)”
(Cuarenta cuentos de Semana Santa para 40
noches de Cuaresma, Antonio Puente Mayor.)

       Érase una vez una abuela llamada María, abuela de una niña llamada María. Ambas Marías vivían en la misma casa, en un pueblo perdido entre las montañas de la Sierra Norte de Cádiz, llamado Olvera. A la pequeña María le encantaba pasar el tiempo con su abuela. La acompañaba en el patio cuando ella cosía remiendos de calcetines y medias. Entonces su abuela, mientras la pequeña ojeaba cuentos, sentada en un cojín en el suelo, le cantaba canciones y le contaba historias que a la pequeña le encantaba escuchar. Además su abuela era la mejor cocinera, e incluso la dejaba jugar en la cocina y ayudarle en la realización de algunos postres como la compota y los huevos nevados. 


      Sin duda alguna, su abuela era casi tan niña como ella, por eso se le pasaba volando el tiempo junto a ella. De vez en cuando la acompañaba a misa en la Victoria o en la Parroquia. Su abuela le había dicho que el mejor amigo del mundo era Jesús, que siempre tenía que contar con Él en la vida y la pequeña María guardaba, como un tesoro, la amistad, recién iniciada, con Él.
Cuando llegaba el verano, le gustaba dormir la siesta con su abuela y entonces, como presintiendo que esos ratos de compañía no serían eternos, le decía: - “Abuela, tú nunca te vas a morir porque, si te pones enferma, te tomas muchos botes y te pones buena...” Pero no se quedaba del todo tranquila, porque su abuela le decía: -”Hija, no te preocupes, será lo que Dios quiera, pero yo siempre estaré a tu lado para cuidarte...


      Pero la pequeña no se quedaba tranquila sino pensando en esas palabras de su abuela, de que sería lo que Dios quisiera. Y se dijo: -”Eso es, hablaré con Dios...“ Y qué mejor manera que hacerlo que en la Semana Santa, a ese Jesús tan cercano que veía en las procesiones de su bonito pueblo blanco. Ese Jesús de las distintas hermandades, que le devolvía su mirada, con tanta ternura y acogida que le hacía sentir un cosquilleo de emoción en su corazón de niña que aún no entendía el porqué inevitable de muchas cosas de la vida. 

Por eso, esa Semana Santa iba a ser muy especial... Cuando acompañase a su abuela a ver los pasos por las calles de Olvera, se encontraría con la mirada de Jesús y le pediría por su abuela, para que siempre estuviese a su lado porque, a su lado, la vida le parecía preciosa...
     Se lo pediría a ese Jesús alegre en la borriquita, a ese Jesús, injustamente cautivo, a ese Jesús con la cruz a cuestas, que se cae y aún así nos ayuda siempre a levantarnos, y a ese Jesús que en la cruz es capaz de mirarnos con amor y perdonarnos y, aún muerto en el sepulcro, nos da esperanza y nos recuerda que pronto resucitará y con Él llegará la Alegría Infinita.


  Pasaron los años y la niña creció y comprendió un poco mejor la vida y lo inevitable de muchas cosas. Su abuela ya se había ido a vivir a la Casa del Padre, a ese Paraíso que Jesús nos promete y desde allí seguía cuidando de su niña María, que para ella siempre sería su pequeña porque con ella la vida había sido maravillosa.
Y cada vez que Maria ve los pasos de la Semana Santa, en las calles de Olvera, siente que Jesús le lleva a su abuela los besos que ella le da a Él porque siempre será el mejor de sus Amigos, legado de su abuela, que tanto la sigue queriendo. (Isabel Álvarez Albarrán)